El fin de Rosario Robles

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proceso.com.mx

CDMX.- Los casos de corrupción integrados en los últimos ocho meses tienen a la elite del peñanietismo en el ojo del huracán y, si bien el presidente Andrés Manuel López Obrador ha declarado una y otra vez un “punto final” en el discurso, los lances de la Fiscalía General de la República (FGR) no tienen precedente.

Hasta ahora, ningún extitular de una secretaría de Estado había comparecido a una audiencia de imputación y vinculación a proceso por un hecho de corrupción como lo hizo María del Rosario Robles Berlanga el pasado jueves 8 de agosto.

El único antecedente en la historia moderna del país –y quizás en la historia— es el de Luis Echeverría que, en 2002, debió comparecer ante la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, para responder como exsecretario de Gobernación, por la masacre del 2 de octubre de 1968.

Como si fueran pactos oscuros en la transferencia de poder sexenal, aun entre personalidades emanadas de distintos partidos, la impunidad se disimulaba en procesos a personajes que, siendo poderosos en su tiempo, no tenían jerarquía oficial: Arturo “El Negro” Durazo, con De la Madrid; Joaquín Hernández Galicia “La Quina”, con Salinas; Raúl Salinas con Zedillo. Fox lo intentó infructuosamente con el exdirector de Pemex, Rogelio Montemayor; Calderón militarizó al país y, Peña Nieto, mantuvo presa a Elba Esther Gordillo.

La imputación a Rosario Robles podría causar a simple vista una decepción: se trata de un delito, digamos menor, que alcanzaría cuando mucho siete años de prisión en caso de conseguir sentencia y con beneficios previsibles en reducción o libertad anticipada. No se le atribuye directamente el desvío de poco más de 5 mil millones de pesos, sino omitir notificarlo a su superior, que para el caso era Enrique Peña Nieto.

Esto último es clave pues supone el llamado, al menos a testificar, del expresidente que hasta ahora sólo deja ver su vida de bon vivant, empecinado en seguir cultivando historias en la prensa del corazón. Sin embargo, ese testimonio no sería limitativo, y la ampliación de delitos puede sostenerse en las delaciones de los muchos implicados en el desvío de recursos de Sedesol y Sedatu, así como el destino que se les dio, a cambio de reducción de condenas.

Por lo pronto, asistimos al colofón de una carrera política a la que le bastaron dos décadas para convertirse en frecuente escándalo. Lejos, muy lejos quedaron los tiempos en que se le vio como alternativa de izquierdas, maoísta asimilada a la institucionalidad, ejemplo de vida y patrimonio austeros como cualquier profesionista de clase media, paradigma del empoderamiento meritocrático con perspectiva de género.

Pasó rápido de esa condición al desastre por apoyar desde el gobierno campañas electorales que ella misma admitió en su libro “Con todo el corazón”. Se alió con Marta Sahagún y Elba Esther Gordillo sin mucho propósito, en el contexto de la aspiración fútil de la entonces primera dama por ser presidenciable y, finalmente, se convirtió en centro del escándalo por su relación con Carlos Ahumada.

Frente a todo señalamiento, usó siempre el discurso de género a conveniencia, acusando machismo y misoginia para evadir acusaciones.

Rosario Robles, finalmente, se encumbró en el sexenio de Enrique Peña Nieto, como responsable de una política social que la convirtió en responsable, al menos políticamente y a los ojos de la opinión pública, por los desvíos millonarios de las dos dependencias que encabezó.

Repudiada por las izquierdas que algún día la reivindicaron, sin empatía con el desvencijado priismo que abjura en parte del sexenio pasado, sola y enfrentando el repudio ciudadano, independientemente de que el proceso que se la abre prospere –como sería deseable— la carrera de Robles Berlanga llegó a su fin.

 

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