#LeerEntreLíneas
Por Francisco Ruiz*
Vítores, fanfarrias, parafernalia, desfiles, y sumisión total ante la figura del presidente era como se celebraba cada 1º de septiembre, eso sí, siempre en el ambiente de algarabía que caracteriza a los mexicanos. La obligación de informar con prontitud y transparencia fue transformada en la fiesta del presidente.
La “democratización” del proceso incluía la participación de los representantes de cada fracción parlamentaria, en la sesión solemne del Congreso de la Unión. Siempre antes del arribo del mandatario, quien era atendido por varias comisiones integradas por legisladores que lo acompañaban desde Palacio Nacional hasta las escalinatas externas de la Cámara de Diputados. Otro tanto lo escoltaba hasta la tribuna, donde pronunciaría un largo y tedioso discurso. Raras fueron las interrupciones, pues la mayoría lo vanagloriaba. Un grupo más lo llevaría del Salón de Plenos hasta el autobús, donde lo aguardaba la cuarta y última Comisión que lo “dejaría” en su oficina. Una fastuosa ceremonia.
En los medios de comunicación había una sola noticia: el discurso del presidente. Las televisoras y las estaciones de radio se enlazaban en cadena nacional. México se paralizaba durante varias horas para rendir pleitesía al gobernante. Al día siguiente, las primeras planas ensalzaban al primer mandatario.
¿Cómo comenzó dicho protocolo? Las costumbres de cada época lo fueron moldeando. El antecedente más remoto de los informes de gobierno data de la Constitución de 1824, en la cual se estableció que al inicio del periodo ordinario de sesiones del Congreso el presidente daría un discurso ante los legisladores. Para 1857, en el documento constitucional se estableció la obligación de que dicho discurso fuera un informe sobre el estado que guarda la nación. Para 1917, Venustiano Carranza dio inicio al ceremonial que habría de caracterizar a los presidentes del siglo XX.
Fue hasta inicios del siglo XXI cuando se reformó la ley para permitir que el presidente de nuestro país rindiera un informe por escrito que no necesariamente debe ser entregado por él (o ella), luego de la desazón que causaran los legisladores que simpatizaban con Andrés Manuel López Obrador, quienes tomaron el Congreso e impidieron que Vicente Fox ingresara a presentar sus cuentas. El último en hacerse presente en el Palacio de San Lázaro con su primer informe en mano fue Felipe Calderón, quien, a pesar de que la ley ya se había reformado, aprovechando que la norma no obliga, pero tampoco prohíbe al jefe del Ejecutivo entregar personalmente su informe.
Más allá de las “proezas” presidenciales y legislativas, el verdadero reto es que la próxima Legislatura promueva una iniciativa de reforma de ley para hacer que, tanto el Plan Nacional de Desarrollo como el Informe de Gobierno, se apeguen estrictamente a un método de elaboración, tal y como se elaboran (o elaboraban) las tesis. Es decir, un protocolo universal que nos permita a todos hacer un análisis objetivo sobre el programa de trabajo que aspira a implementar el presidente en turno y los resultados que ofrece. Con indicadores y datos precisos, cuantificables. En cuanto a la glosa, es fundamental que la persona responsable (entiéndase presidente), ofrezca las explicaciones que la soberanía le demande.
La virtual presidente electa de México, Claudia Sheinbaum ha presentado, además de la plataforma electoral de los tres partidos que la cobijaron durante su candidatura, un documento denominado Proyecto de Nación (le quitó lo de “Alternativo”), con 100 compromisos a desarrollar durante su gestión. Grosso modo, pinta bien, aunque debo de enfatizar: la rendición de cuentas no tiene color ni consigna, sólo resultados.
Post scriptum: “En un país bien gobernado debe inspirar vergüenza la pobreza. En un país mal gobernado debe inspirar vergüenza la riqueza”, Confucio.
*El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).
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