De guajolotas, AMLO y maridaje trigo-maíz

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Antonio Heras

MEXICALI.- Es un tamal de chile verde o rajas, con carne de cerdo, al que le quita la envoltura de hojas de maíz y se inserta a un bolillo.

Se envuelve en papel estrasa y se entrega al comensal que permanece de pie, listo para degustar este platillo que fusiona el trigo del pan y el maíz del tamal.

Se le llama guajolota.

Es una delicia de cultura, recuerdo a Yuri de Gortari en una entrevista para Lindero Norte en noviembre de 2018 en la Escuela de Gastronomía Mexicana en la colonia Roma.

Ese maridaje de culturas se expende por las mañanas en esquinas de las calles de la Ciudad de México, su precio es de 15 pesos promedio. Aunque confieso que hay guajocombos que por 31 pesos incluye café.

También puede ser en telera o birote y hasta hay versiones culinarias del protagonismo de sabores con tamales de dulce y oaxaqueños.

La zona metropolitana de la Ciudad de México está conformada por mujeres y hombres de todas las regiones de México y del mundo, es un mesa de la migración, el colectivo reconoce sus orígenes y también su identidad en donde habita. Su pertenencia adquiere sentido al integrar sabores propios de su región.

Patricio Pérez abre su puesto ambulante de lunes a domingo, desde las ocho de la mañana hasta mediodía. Solo vende guajolotas y chocolate; 15 pesos y 13 respectivamente.

«A la gente le gusta, las prefieren a las del centro de Coyoacán», señala quien a diario desde hace una década oferta gualolotas de salsa verda, mole, rajas y de dulce en avenida Centenario y Churubusco.

Una guajolota se redimensiona con un atole, avena, café negro o champurrado. Para ello, en los puestos las mujeres aprietan su bolso en el hombro y su cuerpo mientras le dan mordida al tamal y sorben el atole caliente. Los varones colocan sus portafolios o herramientras entre sus pies al tiempo que engluten sus sacros alimentos.

Nadie sabe el origen de su nombre, lo más cercano es el guajolote utilizado siempre en fiestas para guisos de mole. Hay quien imagina su nacimiento en Hidalgo, otros en Puebla; lo cierto es que tiene «cartilla de identidad» en el Altiplano central, justo en el ombligo de la luna.

Explico. Una picada es una picada, nunca un sope. A algunos veracruzanos les indigna que confundan a la picada con un sope. Los ingredientes pueden ser los mismos, pero el sabor es diferente.

La última guajolota que devoré en la capital del país fue de un puesto en la calzada Ermita, entre Tlalpan y Rio Churubusco. En el Estado de México fue una de rajas que compraron en un tianguis de la colonia La Sabina de Villas del Carbón.

Mientras redactaba, se vino a la memoria un puesto sobre Eje Central a unos metros de Plaza Garibaldi que en las madrugadas son punto de referencia de aquellos que departieron en ese lugar turístico. La mayoría las pide para llevar.

Una mujer de vestido negro, teñido a su cuerpo, con escote y un tatuaje de mariposa en el omóplato izquierdo pide dos a la señora que saca los tamales de una olla de metal y extrae dos panes de una canasta, apurara, porque ya son las tres de la madrugada y la espera un taxi para llevarla a su hotel en Paseo de la Reforma. Los efluvios de los vodkas hicieron mella pero alcanza a furfullar a su acompañante que es una especie de rito ir a Garibaldi y a la salida comprar dos guajolotas.

El caso es que este manjar urbano, que nació en las calles de México, que sorprende a turistas por la fusión de maíz y trigo también entró al lenguaje presidencial al referir que es uno de sus desayunos después de las conferencias de prensa matutinas.

«Iré a comer unas guajolotas con ustedes», dijo Andrés Manuel López Obrador a los periodistas al concluir la entrevista mañanera del 28 de enero de 2019.

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