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La enfermedad del presidente
Por Francisco Ruiz
Hace unos días tuve el agrado de atender la invitación de la Academia de Historia de México en Tijuana, para hablar, por primera vez, sobre Porfirio Díaz. Titulé la charla: “Del mesón de La Soledad a Palacio Nacional”, en referencia a la primera mitad de vida del expresidente de México.
Durante la presentación, de la mano del público, fui descubriendo algunos detalles que, a pesar de tratarse de hechos trascedentes por sí mismos, parecerían estratégicamente adecuados al Gobierno Federal actual; ejemplo de ello es la creación de la Guardia Nacional por el general Díaz, su increíble popularidad, el intento de Juárez por neutralizarlo, la incongruencia ideológica que lo sobrepasó y ni hablar de la autoconfianza exagerada.
Ello me ha dado pie para referirme al Síndrome de Hubris. Esta última palabra deriva de Hybris, que fue acuñada durante la Antigua Grecia y es interpretada como “desmesura”. Elude al ego desmedido. De acuerdo con la mitología griega, el enfermo de Hubris era aquél que aspiraba a desprenderse de su condición humana para actuar como dioses, sin serlo. Némesis, diosa de la mesura, la antagonista de Hybris y “antídoto” de quienes padecían dicha condición.
Así fue como, en 2008, el neurólogo David Owen publicó el libro “En el poder y en la enfermedad: Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años”, mediante el cual, por primera vez, utilizó la expresión “Síndrome de Hubris”, también conocido como la “enfermedad de los líderes” o “adicción al poder”. Lo anterior, con el propósito de definir a aquellos políticos que se comportan con soberbia y arrogancia, además, creen saberlo todo y son incapaces de escuchar, mostrándose impermeables a las críticas. Un año más tarde, el propio Owen y el psiquiatra Jonathan Davidson propusieron que dicho síndrome fuera catalogado como un nuevo trastorno, para ello enlistaron 14 síntomas que facilitan su diagnóstico, entre los cuales destaca la propensión narcisista a ver el mundo como un escenario para ejercer el poder y buscar la gloria; tendencia a realizar acciones para autoglorificarse y ensalzar su propia imagen; modo mesiánico de hablar sobre asuntos corrientes y tendencia a la exaltación; identificación con la nación, el estado y la organización, entre otros.
Sin embargo, el investigador de la UNAM, Federico Bermúdez Rattoni, asegura que más que tratarse de una enfermedad, es “una característica de personalidad y del momento en que una persona está en cierta situación social; es decir, hay personas que en el juego social pueden adquirir o tener mucho poder, y esto los hace adictos a él”. Así tenemos dos apreciaciones distintas y, a su vez, complementarias. La conclusión, sin embargo, es la misma: inestabilidad y adicción.
Para finalizar, les comparto otros de los síntomas: excesiva confianza en su propio juicio y desprecio por el de los demás; tendencia a la omnipotencia; pérdida de contacto con la realidad: aislamiento progresivo, y convencimiento de la rectitud moral de sus propuestas, ignorando los costos. Cualquier parecido con la realidad, es mera coincidencia. ¡Que conste! Si usted pensó en algún personaje de la 4T, fue cosa de suya.
Post Scriptum. “El poder se gana con la empatía y se pierde con la arrogancia”, Antonio Gutiérrez Rubí.
* El autor es analista político, catedrático y escritor.
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